Calvaresi
Defensa 1136, San Telmo.
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Horario de la galería: Martes a domingo de 13 a 18 h
Ubicado en el mítico barrio de San Telmo – a metros del Museo de Arte Moderno de Buenos Aires- Calvaresi se presenta como un espacio de encuentro entre diferentes lenguajes artísticos.
El edificio de cuatro pisos, que incluye subsuelo y terraza, cuenta con dos espacios destinados a exposiciones temporarias, que permiten pensar la versatilidad y las posibilidades óptimas para las constantes transformaciones que exige la contemporaneidad.
La difusión de artistas argentinos es el objetivo primordial de la galería, impulsando acciones concretas de promoción y circulación.
Cada vez que se avecina un encuentro con Dani me pregunto cómo se ve ahora, de qué colores tiene el cabello, si trenzas o rodetes, qué hábitos lo acompañan por estos días. Brujo, cambiaformas, en cualquiera de sus versiones, su presencia regala al mismo tiempo la profundidad humanista y la pavada graciosa, la constancia y la desobediencia. En esos vaivenes, y desde hace una década, Dani desarrolla una investigación sostenida en torno a un repertorio de símbolos —la serpiente bicéfala, las constelaciones geométricas, las estructuras proporcionales del número áureo— que remiten a una tradición esotérica donde la forma no es sólo representación sino también vehículo de conocimiento. Una búsqueda que, como imaginarán, no puede sino orientar su vida entera.
El interés por el simbolismo fue tomando cuerpo al estudiar a artistas como Xul Solar, Joaquín Torres García, Federico Peralta Ramos y Liliana Maresca, con quienes articula una genealogía de sensibilidades donde la imagen, como signo vivo, ejerce un poder análogo al del rito o la magia. Hace un tiempo también lee a René Guénon, cuya metafísica no hace más que llenarlo de preguntas. Desde los primeros fanzines hasta las obras actuales, Dani ha construido una experiencia que fluctúa entre la geometría y el automatismo, entre la precisión del cálculo y la deriva intuitiva del dibujo. En cualquier caso, la práctica y la materia se enfrentan y se atraen en un campo de fuerzas ambivalentes: hierro y óleo, estructura y accidente, razón y visión. En Rito y Ruina continúa ese movimiento, aunque con una tendencia a depurar los procedimientos, a pulirlos cada vez más, como si la pintura se acercara también a una forma ceremonial.
Entre las obras anteriores y las más recientes puede percibirse un tránsito: del artesanato rústico de los primeros hierros a la joya; del objeto funcional —aquellos panjske končnice oriundos de la tradición apicultora eslovena— a la reliquia o el amuleto. Como si el refinamiento técnico acompañara un proceso de madurez espiritual. Pero no se trata de un desplazamiento hacia la ornamentación, sino de una búsqueda por conferir a las piezas una presencia intensificada, una virtud.
Virtud no en el sentido moral, sino como agencia, como capacidad de actuar en el mundo. Esa idea ya había aparecido en Las habilidades (2020), el proyecto realizado junto a Santiago Villanueva, donde las obras del acervo del Museo Galisteo de Rodríguez eran pensadas como entidades con destrezas propias. Ahora, las habilidades se transforman en virtudes: facultades protectoras que acompañan más que representan. Son obras que operan por intensidad, no por significado. Frente a ellas, sospecho que mientras más tiempo pasemos juntas, esos resplandores pueden tocarnos. Lo que Dani va puliendo, entonces, es la necesidad de dotar a sus obras de una sensibilidad humanista en medio del derrumbe cíclico y febril. Esa relación entre mística y actualidad siempre estuvo presente en su práctica: basta recordar Detox, la serie de fanzines que edita desde 2016, donde comparte sus dibujos, referencias y complicidades.
La ruina, en este presente, aparece como una condición inevitable. “El colapso de toda una forma de existencia siento que está hoy en los bordes de algo nuevo. El mundo o las estructuras que ordenan la vida se están cayendo, y la naturaleza que las contiene también. Puede ser algo bueno y a la vez algo malo. Se derrumba lo que nos sostiene y también lo que nos somete”, me escribe un mediodía por WhatsApp. Dani no elude la oscuridad, y tal vez por eso recoge la herencia de la pintura y del hierro —materiales sobrevivientes, si los hay— y transforma la práctica artística en un ritual. No intenta reinventar la rueda mística, sino subirse a una nave que zarpó —vaya a saber desde cuándo— y que siempre estuvo disponible para quien la necesitara. Me hace recordar a Elda Cerrato, quien decía que el pasado no está detrás y el futuro no es lo que viene. Tampoco sé bien dónde está Dani cuando no lo tengo enfrente.
Hay, por supuesto, una simbología cromática que sostiene la ceremonia. Los dorados y amarillos solares conviven con los azules nocturnos: cada color encarna un volumen o una energía específica. Los bodegones y naturalezas muertas se han vuelto un motivo estable y familiar para introducir sus pociones. En las superficies, las capas de pintura condensan la vibración, mientras las líneas geométricas trazan un orden secreto. Misterioso, pero no oculto. Él nos recuerda que la pintura, más que mostrar, revela.
En esta búsqueda, pienso que su intuición trabaja con lo que Nilda Guglielmi llamó la sabiduría de las formas: la creencia de que ciertas proporciones y estructuras no son invenciones humanas, sino revelaciones de un orden más amplio, cósmico. En las obras de Dani, la relación entre lo espiritual y lo material es de cooperación; parece invocar una confianza arcaica: la de que el arte, incluso en su forma más contemporánea —y por eso también en crisis—, conserva la capacidad de transformar la materia en signo vivo.
“Sistema y sintonía empiezan con si”, escribió en unos papelitos Claudia del Río, y cuánto sentido tiene, en medio del despelote, conjurar desde la afirmación. Algo así sucede con las obras de Dani: espejados en ellas, nos devuelven nuestra parte luminosa de la noche.
Carla Barbero





